Leyenda del Basilisco
Hace mucho, mucho tiempo, en los sótanos de una de las casas de la calle Krzywe Koło vivía un monstruo temible conocido con el nombre de Basilisco. Enorme animal este, tenía alas cual si fuera murciélago, una cola de cocodrilo, una piel escamada y patas que terminaban en unas terribles garras. Pero lo más endiablado era su mirada: el desgraciado al que mirase se volvía piedra.
La ciudad vivía bajo la sombra de su terror. De día el horrible animal dormía en lo profundo de su mazmorra, de noche abandonaba su nido para destruir todo lo que se le cruzase, provocando incendios, destruyendo murallas, matando y devorando animales. De cuando en cuando salía un valiente que, espada en mano, se lanzaba para dar muerte a tamaña bestia, pero por mucha gallardía y audacia que tuviera, terminaba como tantos otros: convertido en una estatua de piedra.
Un día llegó a la ciudad un joven sastrecillo ambulante, menudito y sin armas, con escaso oficio en peleas, pero con un gran corazón y enorme valentía. Apenas se hubo enterado de la desgracia, presto resolvió acudir al auxilio de la villa. – ¿Tan pequeño y quiere matar a la bestia? –se preguntaba la gente, augurándole no mejor suerte que la de sus predecesores. – Más valientes y diestros no pudieron con la criatura, el tampoco podrá –sentenciaron. Pero el sastrecillo venía con un plan.
Al despuntar el día bajó a los sótanos de la casa portando delante de sí el mayor de los espejos que pudo conseguir. Una vez dentro, en medio de la penumbra, no vio más que desorden. Anduvo con cautela para no despertar al monstruo. – ¡Cuántas riquezas tiene este Basilisco! No me extraña que fueran tantos los que quisieron matarlo –murmuró para sus adentros.
Los cuerpos petrificados de los audaces caballeros le infundían miedo, pero el sastrecillo avanzaba sin inmutarse hasta llegar al umbral de una oscura cámara. Allí dormía la bestia. El sastrecillo cruzó el umbral, puso por delante el espejo y dio una patada a una lechera de hojalata que por allí había. El ruido despertó a Basilisco, que se incorporó en un abrir y cerrar de ojos y, al levantar la cabeza… quedó petrificado: en el cristal vio, pues, su propio reflejo.
El sastrecillo, emocionado, soltó el espejo de las manos que, al caer al suelo, se rompió en mil pedazos. Los rayos de sol que se filtraban por un tragaluz se reflejaron en los fragmentos de vidrio roto, iluminando el interior de la caverna y todas las estatuas de piedra que, al recibir el impacto de la luz, se tornaron de vuelta en figuras humanas.
Hubo lágrimas y júbilo. Los vecinos de Varsovia respiraron aliviados y se dispusieron a agradecerle al sastrecillo la hazaña, pero él ya no estaba allí: volvió a emprender el camino y se marchó para nunca más volver.